domingo, 5 de octubre de 2014

Las flores se marchitan.



18:56 p.m

Está lloviendo. Veo las gotas deslizar por la ventana. Algunas deciden quedarse, y otras perderse entre las tristes y solitarias calles. Las flores de mi ventana se distorsionan por el efecto de las gotas caer, pero sé que están igual de bonitas que siempre, o incluso más. Y es cuando me doy cuenta de que te pareces a las flores más de lo que pensaba. Eres extraordinaria, pero necesitas que te rieguen todos los días o por lo contrario te marchitarás. Sin darme cuenta, llego a la conclusión de la gran ironía que es que las flores necesiten de las lágrimas del cielo para vivir. Pero no te preocupes, tengo muchas lágrimas guardadas para ti, y cuando se acaben, convertiré el Océano Atlántico en un desierto si hace falta, con tal de que sigas siendo las flores de mi ventana que todos se quedan mirando al pasar por la calle porque dan alegría a la casa, y es que siempre has sido la cordura en mis días más locos, y la cerilla que alumbra en el oscuro caos que es mi vida.


1:15 a.m


Hace un rato que dejó de llover. El cielo se cansó. Yo también. Escucho a Oasis mientras me fumo un cigarro, aunque en realidad sólo he dado unas cuantas caladas y me dedico a observar cómo se consume poco a poco, a la vez que yo. Las gotas de mi ventana dejaron de caer, pero algunas se quedaron impresas en el cristal, como retando a la gravedad a un duelo a vida a muerte. Las calles ya no están tan solitarias. A pesar de la hora, pasa algún coche o algún alma pensativo sin aparente rumbo fijo de vez en cuando, pero se nota la nostalgia en el ambiente, que atraviesa la ventana y penetra en cada uno de mis poros, y las calles están aun más tristes que antes si cabe. Mis suspiros de resignación se unen a la música, después pasan a hacerlo mis sollozos. No, mis lágrimas no riegan a las flores, pero caen como gotas por la ventana, rápida y limpiamente. El cigarro se apaga, y con él la única luz que quedaba. Ahora sólo queda ceniza. Busco desesperadamente la cerilla entre las sombras, como si la tenue luz que desprende fuese a encender mi estado de ánimo también. Está escondida entre la manta que he usado para refugiar mi cara mientras lloraba (como si alguien aparte de la tristeza me estuviese viendo acaso). Está húmeda. Mierda. Abro la ventana y tiro la cerilla, que cae en un charco y se termina de mojar, como si el trabajo solo estuviese hecho a medias. Y con el ruido de la cerilla al impactar contra el agua me doy cuenta de que no hay promesas que valgan, ni musas que vayan a estar siempre a tu lado, ni cerillas que alumbren tu puto desastre. Y duele.